venerdì, luglio 21, 2006

Jueces como policías, abogados como cómplices - cubaencuentro

Represión

Jueces como policías, abogados como cómplices

Raúl Rivero, Madrid

Raúl Rivero, Madrid. (PEDRO PORTAL)

De todo el proceso que me llevó una tarde desde mi casa hasta una celda de castigo, en la primavera del 2003 en Cuba, la parroquia más amarga y desoladora que tengo en la memoria, es la que reservo para la actuación del aparato de administración de justicia del país donde nací.

Las escenas del acto de juicio, en una sala que ardía bajo el mediodía habanero, pasan una y otra vez por el recuerdo. En cualquier momento, en los sitios más extravagantes (como una calle de Madrid, por ejemplo) en los que algún elemento de la realidad me dispare un fogonazo directo.

Pasa a menudo, con una nitidez digna de otra categoría de evocaciones, la figura del fiscal. Un hombre joven, de voz ronca, que se deslizaba con deleite por el discurso acusatorio y me quemaba el camisón gris del uniforme de preso con unos ojillos redondos y luminosos que se movían descontrolados del odio al delirio.

Una palabrería agotada por 40 años de procesos similares, prefabricados en los despachos de la policía política, que ha llevado a miles de cubanos de cuatro generaciones a la cárcel y que mantiene —ahora mismo— a 347 hombres en el mismo destino.

Con su chaqueta ajada, gris ratón, que le recomendó con saña algún sastre de disidencias íntimas y un descuido personal generalizado (tuve horas para observarlo con atención), aquel hombre me acusaba de todo, incursionaba en mi vida privada y la de mi familia, sacaba episodios y alteraba las fechas, me atribuía funciones que nunca realicé y me pasaba supuestos delitos de mi compañero de causa, el periodista Ricardo González Alfonso, que entró ya en el tercero de los 20 años que cumple en la prisión del Combinado del Este de La Habana.

Cuando la emprendió con mi amigo, después de dejarme convertido en un insecto, un vil traidor, un ladrón, un cobarde, pura escoria, lo sometió a él al mismo torrente difamatorio y descalificador, con la misma rabia. Sin un asomo de profesionalismo, sin inventario de pruebas, sólo con unos papeles amañados que mostraban de lejos a un tribunal que dibujaba barcos y floripondios en unas hojas de papel estraza.

Por cierto, sobre la mesa donde debían estar las pruebas que nos llevarían 8.000 noches a los calabozos (en mi caso hasta la muerte porque tenía 57 años), se podían ver unas máquinas de escribir, libros y revistas y fotos familiares y una cámara fotográfica que, entre otras cosas, estaba rota.

Instrucciones del gobierno del pueblo

Otro retrato que regresa a menudo a mi conciencia es un plano general de los magistrados. Ellos debían tener en sus manos nuestro porvenir, aunque ya estaba diseñado por los coroneles de la inteligencia por instrucciones precisas del gobierno del pueblo.

No puedo olvidar la cara del Presidente. En sus sesenta, fina corbata beige, buena presencia, espejuelos graduados y la mirada présbite y perdida, sin enfoque sobre ninguno de los dos acusados. Siempre a la búsqueda del techo o desviada hacia el turbión general de un público disciplinado y entusiasta formado (con la excepción de Blanca y Alida, nuestras esposas) por el curso íntegro de una escuela de oficiales de la Seguridad del Estado.

El señor Presidente del Tribunal, letrado de rango, notas sobresalientes en la Universidad, buen revolucionario, cumplidor de todas las tareas asignadas por las organizaciones de masas, personal de confianza, comprometido con el pensamiento del Comandante en Jefe, Fidel Castro —colega de altas cumbres—, y fiel a su legado histórico.

Allí, desde la colina de su sillón escorado, pronunció, en las seis horas del juicio, cinco veces esta frase: "Compañeros, vamos a guardar el orden para darle solemnidad a este acto".

Brillante, ameno, fluido, pasó la última hora poniendo su firma de tres trazos sobre cuanto documento le pasaba por delante. Eso sí, serio, formal, comedido.

Recuerdo otro miembro del tribunal. Un mulato viejo, canoso. Guayabera empercudida, sin plancha en las alforzas y un viso en los rebordes de los bolsillos. Durmió mucho, con unos cabezazos hondos que iban de la mesa del pupitre al respaldo de su silla de madera. Salía, a veces, de esos repelones con una especie de sobresalto, pero volvía enseguida a sus ensoñaciones. A lo mejor soñaba que era joven y feliz y libre y ejercía su carrera con decencia en una sociedad con democracia. Por eso, por compasión, nadie se atrevió a despertarlo.

No obstante, firmó nuestra sentencia sin reparos y a lo mejor eso le ayudó a despejarse definitivamente y el café que le brindó el oficial de la policía le quitó de una vez la saliva pastosa y amarga que tenía en la boca.

Un tercero, un cuarentón de traje incoloro, dibujaba con tesón alguna obra maestra porque cuando repasaba el lápiz chino con esmero, levantaba el papel y lo miraba complacido, con alegría de artista invitado a exponer en El Louvre. Pero enseguida corría a perfeccionarlo. Así hasta que tuvo que abandonar la pieza para ir a firmar para que a Ricardo y a mi nos condenaran a 20 años.

Y la auxiliar que leía las actas, también inolvidable en su traje de camaleón cuqueado. Nos llamó apatrídas y trasnfúgas, bilicosos y vibóras, en una confusión de acentos y un arrebato de eses que nos dejó mucho peor de lo que éramos.

Abogado también el instructor del caso, un militar con nombre falso que un día se llamaba Catalino y al otro Vladimir y por las noches Anselmo, pero los jueves se llamaba Nicanor. El lunes iba de Casimiro y al almuerzo ya era Sergio o Manolín o Baldomero. Nicasio fue un domingo. Un hombre inculto y violento que no va a leer nunca a nuestro poeta, muerto en Madrid, en el exilio, Gastón Baquero, autor de un poema magistral sobre una rosa de Villalba.

Pidió clemencia, si acaso pidió algo

Para el final, nuestro abogado defensor. Contratado para dejarnos libres a Ricardo y a mi. Muy joven, enfrentado a su primer juicio de corte político, hizo lo que hacen desde 1959 todos los abogados defensores en Cuba: no pidió justicia, pidió clemencia, si acaso pidió algo.

Lo conocí tres días antes de la función circense. A medianoche, me sacaron de la celda que compartía con tres acusados de tráfico de drogas. Me llevaron los guardias hasta un salón donde sólo se veían dos butacas y ningún micrófono, pero estoy seguro que había más micrófonos que asientos. El abogado también.

Por eso, los quince minutos que nos dieron para que se familiarizara con el caso nos sobraban porque el hombre quería saber lo menos posible de mis trabajos como periodista independiente.

Creo que es un buen hombre. Hizo lo que pudo. Lo que pasa es que no podía hacer nada.

Diez minutos antes del juicio me dejaron entrevistarme con él en una oficina del tribunal y me pidió que no respondiera preguntas, ni hablara nada. "¿Para qué?", me dijo y sacó un pañuelo blanco.

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