Castro, la muerte de Kennedy
y el silencio cómplice
Carlos Alberto Montaner
No es la primera vez que se maneja esa hipótesis. Jackie Kennedy y Lyndon Johnson, sin duda dos de las personas más cercanas al Presidente, lo creían firmemente, pero ocultaron esa certeza para no provocar otro incidente con la URSS. Si en ese momento revelaban sus fundadas sospechas, dada la indignación de la sociedad norteamericana, era inevitable invadir Cuba y castigar al culpable, pero la estremecida Casa Blanca no quería otra peligrosa confrontación con el Kremlin semejante a la que en octubre de 1962 había puesto al planeta al borde de una guerra nuclear. Bobby Kennedy, entonces fiscal general de Estados Unidos, seguramente también compartía la misma sospecha, pero tampoco le convenía acusar a Castro. A fin de cuentas, parece que el dictador cubano, como le advirtió al embajador brasilero en La Habana pocos días antes del crimen, estaba respondiendo de esa manera a los intentos de asesinato organizados por el hermano del Presidente con la ayuda de la mafia.
A partir de esta censurable ocultación de información a la sociedad norteamericana, tanto en Washington como en La Habana se desarrollan dos estrategias para manipular a la opinión pública. En Washington se frena y desvía de las pistas adecuadas a los investigadores del FBI, especialmente de las fuentes mexicanas, y se crea la Comisión Warren para persuadir al mundo de que la muerte del Presidente de Estados Unidos había sido la obra aislada y solitaria de un loco peculiar e incontrolable. En La Habana, Fabián Escalante, precisamente el oficial de inteligencia que viajó a Dallas el día del asesinato de Kennedy, acaso para monitorear la operación, hoy general y ex jefe de inteligencia, para borrar sus propias huellas elabora la teoría de que hay otros tiradores que le disparan a Kennedy. Escalante imputa el crimen a Herminio Díaz, un exiliado con antecedentes violentos, ex compañero y amigo de Fidel Castro en la Unión Insurreccional Cubana (UIR) a fines de los años cuarenta, supuestamente acompañado en el magnicidio por Eladio del Valle, otro exiliado también de inquietantes antecedentes. Naturalmente, cuando apareció la coartada de Escalante, tanto Díaz como Del Valle habían sido convenientemente liquidados por los servicios cubanos, de manera que no podían defenderse de la acusación.
Sin embargo, queda suelto el cabo de Jack Ruby, asesino de Oswald. ¿Por qué una persona de la baja catadura moral de Ruby, que no es un fanático ni un patriota, pero sí parece ser un mafioso disciplinado, se sacrifica y ajusticia a Oswald ante las cámaras de la televisión americana? Para tratar de contestar la pregunta es de rigor hacerse la clásica pregunta policíaca: quién se beneficiaba directamente de la muerte de Oswald? Sin duda, los mafiosos, Bobby Kennedy y Fidel Castro, personas que hubieran debido enfrentarse a graves problemas si se descubrían sus oscuras maquinaciones. En todo caso, lo que resulta extraordinariamente vergonzoso es que, primero, el gobierno de Bush, ante las nuevas evidencias aportadas por los alemanes, no reabra las investigaciones para darle a la sociedad norteamericana la verdad definitiva que se le ha escamoteado durante tantos años; y, segundo, que el senador Ted Kennedy y el resto de esa poderosa familia no digan de una vez por todas lo que saben, creen o sospechan de la muerte de John, el miembro más ilustre de la familia y el más admirado de los presidentes norteamericanos de la segunda mitad del siglo XX. Ese silencio por parte de los Kennedy, a lo que se suma la amistosa visita a Fidel Castro de algún miembro del clan de Boston, es casi tan inexplicable y repugnante como esta vieja y cansada historia de mentiras, ocultamientos y desinformación.