Un chaleco de hierro
Los lamentos humanos resuenan en los cuatro pasillos de las celdas de castigo de Canaleta, un abismo por el que deambulan las sombras de los condenados a muerte y a cadena perpetua.
Raúl Rivero, Madrid
jueves 1 de diciembre de 2005
Cuando iba a oscurecer y los mosquitos preparaban su ofensiva nocturna, empezaron a darle una paliza a Alexis Romero. Tenía 32 años. Llevaba 20 meses en la celda de castigo y cumplía una condena de 8 años porque se robó, de una vivienda en Morón, Ciego de Ávila, un radio roto.
Desde la celda mía escuché los golpes secos de los bastones de goma maciza y los quejidos del hombre. Los guardias hacían su trabajo en silencio. Sólo se escuchaba, a veces, una frase corta del jefe para organizar la tanda de golpes y que el preso —en la penumbra y la estrechez del lugar— no pudiera evadir los gomazos.
Los carceleros terminaron su faena agotados, porque salieron al pasillo tres a quejarse del calor. Romero se quedó tirado en el piso húmedo entre sollozos y, de vez cuando, insultaba a los dos hombres que ya se habían enganchado en un asunto de un juego de pelota y unas mujeres de Sanguily que estaban buenísimas.
Eran dos generaciones de guardias. Uno, muy joven, le llamaban Raulselis y se esforzaba en poner cara de malo frente a los prisioneros. El otro, Mariano, el decano de los guardias, un viejo soldado que era el ejemplo de todos, siempre añorando el momento de su jubilación para irse a vivir tranquilo con sus hijos y los nietos, uno de ellos de la misma edad de Alexis Romero.
Yo voy a recordar siempre aquellos ruidos. Aquella escena escuchada y luego reconstruida por el relato del preso. Y siempre voy a tener algo de mí en aquella sucursal antillana del gulag soviético que los burócratas y su servidumbre tratan de disimular.
Voy a estar siempre allí, como estuve esa tarde. Como estuvo alguien esta semana cuando otro guardia, un joven alto y delgado, nacido en Guantánamo y de apellido Preval, le sacó un ojo a bastonazos a Boris Luis Pérez Caldero, en una de esas celdas que son tan pequeñas que en vez de entrar a ella, uno las usa como un chaleco de hierro y concreto.
Sí. Siempre habrá alguien allí para escuchar los gritos finales de Manolo Fiallo, el preso que se cortó las venas y lo dejaron esposado a los barrotes hasta que se desangró.
Yo sé cómo resuenan en los cuatro pasillos de las celdas de castigo de Canaleta los lamentos humanos. Yo tengo en la memoria las sombras de los condenados a muerte y a cadena perpetua en aquel abismo, donde un hombre gritaba todos los amaneceres: 'Dios mío, pasó otro día, llévame ya'.