domenica, giugno 06, 2010

Como la "guerra de las imagenes" Kirchnerista revisiona la Historia

Visión populista del pasado - Solas
La exaltación de la revolución y la ruptura se da en el momento en que quienes la realizan atraviesan su etapa más conservadora

Al conmemorar el Bicentenario, el Gobierno ha dejado numerosos registros del particular modo en que interpreta nuestro pasado. Uno de ellos es la galería de retratos que se instalaron en el denominado Salón de los Patriotas del Bicentenario, en la Casa Rosada. La Presidenta lo inauguró el 25 de Mayo, rodeada de los jefes de Estado y demás autoridades extranjeras que asistieron a los festejos. Varios de los cuadros fueron obsequiados por esos visitantes.
Entre las donaciones que se recibieron, algunas exaltan a figuras fundacionales en sus países, es decir, próceres que encarnan un consenso amplio, mayoritario, de la memoria histórica y que, además, representan el movimiento fundacional de independencia. Es el caso de la imagen de José María Morelos, enviada por el gobierno de México; de Bernardo O´Higgins, que obsequió el presidente de Chile, Sebastián Piñera; o de Antonio Nariño, uno de los padres de la independencia de Colombia, a través de cuya figura se hizo representar el gobierno de Alvaro Uribe. A Lula da Silva se le debe la presencia de Joaquim José da Silva Xavier, Tiradentes, patrono cívico de Brasil. Hugo Chávez, siempre abundante, envió imágenes de Simón Bolívar, Manuela Sanz, José Sucre y Francisco de Miranda, quienes, más allá de las interpretaciones que el propio Chávez propone de sus figuras, han expresado a la nacionalidad venezolana durante más de un siglo.
Otros retratos de los que Cristina Kirchner colgó en el nuevo salón no tienen esa amplia capacidad de inclusión ni están ligados al ciclo de la independencia. En algunos casos se debe a que expresan a figuras de actuación reciente, sobre la que, más allá de sus virtudes, no se ha formado un juicio histórico definitivo. Es cierto, por ejemplo, que el obispo Oscar Arnulfo Romero, que murió asesinado después de denunciar los excesos del ejército de El Salvador en la represión de la guerrilla, es una figura a la que nadie discute hoy en ese país. También lo es que Brasil no está dividido por el recuerdo de Getulio Vargas, a pesar de que su gobierno sea motivo de discusión historiográfica y política.
En cambio, en la galería aparecen personalidades que hoy siguen siendo fuente de conflictos. Si bien los Castro se hicieron presentes, desde Cuba, con un retrato de José Martí, enviaron también otro de Ernesto "Che" Guevara, en el que sólo se expresa la dictadura que ellos comandan. Evo Morales remitió los cuadros de dos insurgentes indígenas, que además constituían una pareja: Tupac Katari y Bartolina Sisa. También se exhibe un cuadro del chileno Salvador Allende, que no fue enviado por Piñera sino por su antecesora, Michelle Bachelet. Es el único caso en que el gobierno argentino invitó a la oposición de un país a hacerse representar en la galería con una figura de la historia, en lo que pareció un intento de corregir o "perfeccionar" la selección histórica hecha por sus actuales autoridades.
La propia Cristina Kirchner exhibió su visión de la historia nacional a través de San Martín, Belgrano, Rosas, Yrigoyen, Perón y Eva Duarte.
La primera sorpresa de esta colección es que los gobiernos que escogieron imágenes ajenas al período independentista ignoraron por completo cualquier figura ligada a las grandes reformas republicanas de América latina. En el caso de la Argentina, entre otros, están ausentes Urquiza, Mitre, Sarmiento o Roca, grandes arquitectos de la institucionalidad moderna, a quienes aun alguien tan ajeno a la tradición liberal, como el ex presidente Perón, exaltó al designar los ferrocarriles nacionalizados en 1948.
Tampoco aparece entre las personalidades destacadas alguna que represente a la izquierda democrática latinoamericana, del modo en que lo hicieron en la Argentina Juan B. Justo o José Ingenieros.
La exaltación de ciertas figuras y la omisión de otras indica mucho más que un olvido. Esas exclusiones revierten sobre el pasado las dificultades para integrar la política en el presente. Con su eliminación, parece confiarse en que serán suprimidos los puntos de vista con los que esas personalidades están identificadas. No sólo antes, sino también ahora. Detrás de la negación de una parte de la historia se esconde la negación de una parte del presente.
Como si se tratara de un pase de magia casi infantil, se supone que la desaparición de una imagen en la pared permitirá la desaparición de una idea, de un punto de vista, de una voz, en la actualidad. Así se apuesta a reemplazar la discusión por la censura.
No debería llamar la atención que entre las figuras exaltadas haya varias asociadas a un modo violento de hacer política. Se trata de una elección que da cuenta de las actuales dificultades para el diálogo que tienen algunos gobiernos de la región, como el argentino.
La promoción de los valores y conductas que encarnan en este tipo de figuras no es la manifestación de un error sino de un atraso. Después del fracaso del denominado "socialismo real" en Europa, la izquierda internacional viene protagonizando, a escala internacional, un dinámico proceso de modernización conceptual. Sin renunciar a su razón de ser, la búsqueda de la igualdad, muchos pensadores de esa corriente han cuestionado criterios básicos de su doctrina tradicional, como la idea de revolución entendida como vía de acceso al poder a través de la violencia, y la negación del mercado.
La interpretación de la historia que predomina en la galería entraña una política que todavía no cuestionó la violencia (que siempre supone autoritarismo) y que aún no puede entender las ventajas de la iniciativa privada en la creación de riqueza. Da cuenta de una visión populista del pasado.
En la apología de la revolución y el cambio que supone la selección de personalidades realizada para el Bicentenario hay algo engañoso. El discurso de los principales protagonistas del poder está cada vez más referido al pasado que al futuro. El espíritu de revisión, parcial y facciosa, de la década del 70 se ha proyectado ahora sobre todo el pasado nacional. Esa vocación por la historiografía coincide con un momento de gran vaciamiento conceptual de la política, en el cual el Gobierno ha renunciado a discutir una agenda del presente que suponga una imagen del futuro. Como si se tratara de una ilusión óptica, de un espejismo, esta exaltación de la revolución y la ruptura se produce en el momento en que quienes la realizan atraviesan la etapa más conservadora de su experiencia política.