La indolencia
Foto: Claudio Fuentes Madan
A pesar de todas la veces que escribí la palabra “solidaridad” en mi libreta de estudios primarios, de lo mucho que en mi casa me dijeron “en esta sociedad estamos para ocuparnos de todos”, de las múltiples ocasiones en que escuché “el cubano sí ayuda”, nunca pude percibir en la vida real esta generalización de la bondad en mis congéneres, sino más bien lo contrario.
He visto a mujeres embarazadas viajar de pie en la guagua mientras los sentados fijan la mirada en un punto muerto más allá de la ventanilla –una vez incluso escuché durante media hora en el P4 a un cobrador argumentar “por qué” las embarazadas no tenían derecho a reclamar asiento: ellas habían gozado el quedar en ese estado, ahora a aguantar. Todos los días cuando paso por 23 y 12 escucho el agonizante pregón de una ancianita llena de churre, intentando vender su pasta de dientes de la cuota y jabitas a peso. Es normal caminar por Centro Habana y chocar con niños descalzos pidiendo dinero. Tengo que cerrar los ojos cuando una doctora cuenta con desgano cómo se murió un paciente en el cuerpo de guardia porque nadie se dio cuenta de lo grave del asunto. Renuncié hace unos meses a entrar de nuevo en el zoológico de 26, la imagen de los animales enflaquecidos y presos me recordó que siempre hay quién paga más caro que los hombres la imbecilidad humana.
Quizás no me falte por ver casi ningún acto egoísta en las calles de La Habana: robo y asalto sin que nadie se meta, policías abusando de sus cargos y su impunidad, la seguridad del Estado tomando las calles y reubicando a la gente como en un juego de ajedrez, los mítines de repudio, las jineteras sufriendo el abuso de sus chulos y de la autoridad -sin poder quejarse so pena de ser reenviadas a sus provincias.
He contemplado a las víctimas y a los victimarios, los he visto hasta cambiarse el traje e intercambiar los papeles. He visto -y me he visto también- virar la cara ante el dolor y la pobreza, culpar a los pobres de ser pobres y a los ricos de ser ricos. He visto a este “aguerrido pueblo que ha resistido 50 años” ahogarse en alcohol y bañarse después en el fango de la envidia y la miseria. No sé si eso se puede definir como “resistir”, pero tengo la impresión de que el saldo ha resultado muy negativo.
A pesar de todas la veces que escribí la palabra “solidaridad” en mi libreta de estudios primarios, de lo mucho que en mi casa me dijeron “en esta sociedad estamos para ocuparnos de todos”, de las múltiples ocasiones en que escuché “el cubano sí ayuda”, nunca pude percibir en la vida real esta generalización de la bondad en mis congéneres, sino más bien lo contrario.
He visto a mujeres embarazadas viajar de pie en la guagua mientras los sentados fijan la mirada en un punto muerto más allá de la ventanilla –una vez incluso escuché durante media hora en el P4 a un cobrador argumentar “por qué” las embarazadas no tenían derecho a reclamar asiento: ellas habían gozado el quedar en ese estado, ahora a aguantar. Todos los días cuando paso por 23 y 12 escucho el agonizante pregón de una ancianita llena de churre, intentando vender su pasta de dientes de la cuota y jabitas a peso. Es normal caminar por Centro Habana y chocar con niños descalzos pidiendo dinero. Tengo que cerrar los ojos cuando una doctora cuenta con desgano cómo se murió un paciente en el cuerpo de guardia porque nadie se dio cuenta de lo grave del asunto. Renuncié hace unos meses a entrar de nuevo en el zoológico de 26, la imagen de los animales enflaquecidos y presos me recordó que siempre hay quién paga más caro que los hombres la imbecilidad humana.
Quizás no me falte por ver casi ningún acto egoísta en las calles de La Habana: robo y asalto sin que nadie se meta, policías abusando de sus cargos y su impunidad, la seguridad del Estado tomando las calles y reubicando a la gente como en un juego de ajedrez, los mítines de repudio, las jineteras sufriendo el abuso de sus chulos y de la autoridad -sin poder quejarse so pena de ser reenviadas a sus provincias.
He contemplado a las víctimas y a los victimarios, los he visto hasta cambiarse el traje e intercambiar los papeles. He visto -y me he visto también- virar la cara ante el dolor y la pobreza, culpar a los pobres de ser pobres y a los ricos de ser ricos. He visto a este “aguerrido pueblo que ha resistido 50 años” ahogarse en alcohol y bañarse después en el fango de la envidia y la miseria. No sé si eso se puede definir como “resistir”, pero tengo la impresión de que el saldo ha resultado muy negativo.