El País/Juan Jesús Aznárez/ Apenas un día antes de que regimientos leales y una iracunda multitud le devolvieron el mando, Hugo Chávez permanecía atrincherado en el palacio de Miraflores de Caracas, sede del Gobierno venezolano. Era un hombre profundamente abatido, dispuesto al suicidio, y convencido de que el golpe cívico-castrense del 11 de abril del año 2002 contra su presidencia había triunfado. “¡No te inmoles!”, le pidió Fidel Castro, telefónicamente, en la madrugada del día 12. Alarmado por el derrumbe emocional de su amigo, el líder cubano pidió ayuda al entonces presidente español, el derechista José María Aznar, para salvar su vida y concederle asilo en España, según afirma en sus memorias sobre aquella crisis el obispo Baltasar Porras, ex presidente de la Conferencia Episcopal Venezolana (CEV). “Nos enteramos de que, vía la embajada de España, hubo un pedimento del propio Fidel Castro al jefe del Gobierno español, don José María Aznar, para que se le recibiera en la península, pues el mandatario cubano manifestaba no querer recibirlo en la isla caribeña”, escribe Porras, cuyo acompañamiento personal pidió Chávez antes de entregarse a los generales que acabaron derrocándole tras una jornada de cruentas confrontaciones. Para entonces, la oposición y la Iglesia católica estaban hartas de Chávez. “La intransigencia, la descalificación, el insulto y la amenaza hacen imposible el diálogo”, subrayaba la Exhortación Pastoral de enero de 2002. Durante esa madrugada del viernes 12 de abril, poco después de hablar con Castro, el presidente venezolano llamó a Porras para comunicarle una renuncia que, por equívoca y condicionada, causó general confusión. Chávez saludó al obispo y le pidió la bendición: “Perdóneme todas las barbaridades que he dicho de usted. Lo llamo para preguntarle si está dispuesto a resguardar mi vida y la de los que están conmigo en Miraflores”. A renglón seguido admitió su derrota: “He decidido abandonar el poder. Unos están de acuerdo y otros no, pero es mi decisión. No quiero que haya más sangre, aunque aquí en el palacio estamos lo suficientemente armados para defendernos de cualquier ataque. Pero no quiero llegar a eso”. Pese al alarde, la potencia de fuego era mínima: entre 200 y 300 hombres, ministros, cuadros bolivarianos y guardia de honor, con un pequeño arsenal, acompañaban a Chávez en palacio. Nada sabían los sitiados sobre la División Blindada ni sobre el regimiento de paracaidistas de Maracay, que el día 13 amenazaron con irrumpir a sangre y fuego por las calles de Caracas si Hugo Chávez no era restituido. Esas unidades determinaron el fracaso de aquella singular asonada cívico-castrense. Chávez retomó el poder el día 14, poco después de que el presidente de facto, el empresario Pedro Carmona, hubo perdido el apoyo de los militares antichavistas y de buena parte de la oposición, al haber anulado por decreto las instituciones democráticas vigentes en Venezuela. Durante las vísperas de su regreso al poder, Hugo Chávez se movía desorientado, perdido. “Lo que yo quiero es salir del país, si se garantiza la vida de los que están conmigo. Le pido que me acompañe hasta la escalerilla del avión o incluso que me acompañe (al extranjero) si es el caso”, le solicitó a Baltasar Porras. El presidente de la Conferencia Episcopal pidió permiso a la jefatura golpista para acudir a Miraflores. No lo obtuvo porque, según señala el prelado en sus memorias, temieron que fuera tomado como rehén. Fidel Castro, mientras tanto, sostenía a Hugo Chávez: “¡No dimitas! ¡No renuncies!” Castro almorzaba el día de la crisis con el presidente del País Vasco, Juan José Ibarretxe, quien estaba al frente de una delegación oficial de visita en la isla. El comandante observaba diferencias de fondo entre el trance de Chávez y el padecido por el presidente chileno Salvador Allende, derrocado el 11 de septiembre de 1973. Murió combatiendo en el palacio de la Moneda contra las fuerzas de asalto del general Augusto Pinochet: “Allende no tenía un solo soldado. Chávez contaba con una gran parte de los soldados y oficiales del ejército, especialmente los más jóvenes”. Pero la partida parecía estar perdida para Chávez. Castro efectuó entonces gestiones ante España y otros países, “para conseguir que pudiera salir de Venezuela porque la situación era muy delicada. Temíamos que lo matasen o que todos (Chávez y los 200 o 300 leales) se inmolaran en Miraflores”, señalan fuentes oficiales cubanas. El diplomático Jesús Gracia, entonces embajador de España en Cuba, atestigua las frenéticas gestiones cubanas para salvar a Chávez. “Esa noche (el día 12) nos llamaron —relata— a un grupo de embajadores, y fuimos entre 15 o 20. Estaba el brasileño, no estoy seguro si el mexicano también, y varios europeos.” El ministro cubano de Relaciones Exteriores, Felipe Pérez Roque, los recibió: “Nos dijo que el asunto era muy urgente, y que él hablaba en nombre de Fidel Castro”. El canciller subrayó la gravedad de la situación en Venezuela, “y comunicó que Chávez estaba al borde o de la muerte o el suicidio, que no sabían cómo podría reaccionar y que querían proteger su vida”. Pérez Roque preguntó cuántos embajadores estaban dispuestos a viajar a Venezuela con él mismo y otros funcionarios con la misión de sacar a Chávez. Lo harían en un avión de la fuerza aérea cubana, ya preparado para el despegue. La misión del grupo internacional sería salvaguardar vidas y compromisos. “Llamé a Madrid porque con el cambio de hora ya me podían atender, y me dijeron que iban a pensar cómo podíamos ayudar”, agrega el ex embajador en La Habana. Paralelamente, el director de Europa de la cancillería cubana se le acercó en un aparte para pedir la ayuda de España porque manifestantes extremistas de la oposición rodeaban en Caracas la embajada de Cuba y se temía una invasión de la legación. “También llamé a Madrid —aseveran las fuentes cubanas—, y me dijeron que iban a ver de qué manera podía ayudarse a solucionar el problema. Jesús Gracia llamó de nuevo a Pérez Roque para decirle que estábamos pensando qué podíamos hacer para ayudar.” Hacia las 4 o 5 de la madrugada de aquel día, el embajador español recibió otra llamada oficial cubana para agradecer sus gestiones y comunicarle que todo quedaba cancelado porque, según se le indicó, la situación entraba en vías de solución y se había levantado el cerco a la embajada cubana. “El objetivo hasta ese momento era sacar a Chávez de Venezuela. A mí no me pidieron llevarlo a España, eso seguro que no, pero sí ayudarlo a salir del país”, dice Gracia. Finalmente, el mismo día 12 Hugo Chávez se entregó a los generales opositores, que le presentaron a la firma un papel escrito con su renuncia. Baltasar Porras acudió a recibirle a Fuerte Tiuna, sede de la Comandancia General del Ejército. “Por el diálogo que mantenían los negociadores, era claro que la condición que había expresado el presidente era que firmaba la renuncia si se le trasladaba directamente a Maiquetía (el aeropuerto internacional de Caracas)”, señala el obispo en sus memorias, a lo que agrega: “Le informaron al presidente que aquí estaba yo para garantizarle la vida, tal como había solicitado, pero que no podía poner condiciones”. Porras notó en el semblante de Chávez el cansancio, las expectativas y los estragos de la incertidumbre. “Era un hombre entregado a la suerte de sus captores”, escribe. Cuando quedó a solas con el obispo y el secretario de la CEV, monseñor José Luis Azuaje, Chávez evocó su niñez, su juventud, la Escuela Militar, sus destinos castrenses, sus hijos. A veces se le quebraba el ánimo y asomaban las lágrimas, que procuraba contener. La conversación fue larga, hasta la reaparición de los generales con una decisión: no permitir la salida del país. Hugo Chávez protestó, según el relato de Porras, testigo de aquel momento. Los generales habían cambiado las reglas de juego, que se declaró desde entonces prisionero político. “Tendrán preso a un presidente electo popularmente. Pero no voy a discutir eso. Hagan conmigo lo que quieran”, dijo. Todo se dispuso para trasladarlo a la isla La Orchila. De los últimos en despedirse fueron los dos obispos. Chávez estaba emocionalmente quebrado. “Le brotó una lágrima y nos dijo: ‘Transmitan a todos los obispos que recen por mí, y les pido perdón por no haber encontrado el mejor camino para un buen relacionamiento con la Iglesia. Denme su bendición’.” Sin más, subió a un vehículo y desapareció. Eran las 6:30 de la tarde del 12 de abril. El siguiente día fue decisivo: el decreto anticonstitucional de Carmona alejó a los sectores moderados del levantamiento, movilizó a los paracaidistas del general Isaís Baduel, y activó las manifestaciones oficialistas. Este periodista vivió en Miraflores las horas anteriores al triunfal regreso de Chávez. Soldados leales, policías y edecanes se abrazaban en los salones de la retomada sede gubernamental cuando se anunció la liberación del líder. “Si no nos lo devuelven, esto se va a poner muy feo”, advertía, minutos antes, el servidor de una ametralladora pesada. Aquellas 48 horas fueron feas, amargas, reveladoras de una polarización social todavía vigente en Venezuela. Las relaciones de Chávez con la Iglesia católica han sido malas, porque una de las características del régimen, según monseñor Baltasar Porras, es acelerar la confrontación. “El conflicto hay que crearlo, provocarlo, azuzarlo permanentemente”, señala en Memorias de un obispo: los primeros meses de 2002: “De esta manera, la gente no tiene tiempo de pensar, sino solo de reaccionar emocionalmente ante cada nuevo escenario”. La animosidad de Chávez hacia el ex presidente de la CEV no sorprende, porque Porras no se muerde la lengua: “La actitud de confrontación y descalificación por parte del Gobierno no se limitó a la Iglesia. Todos los sectores que expresaron alguna opinión divergente fueron tildados de opositores”. “Es importante hacer notar esto —añade el obispo venezolano—, porque se amolda al esquema autoritario, particularmente de tipo marxista.” Porras, en su inventario de críticas al Gobierno, señaló en el año 2002 que en lugar de disminuir la pobreza de la mayoría en Venezuela aumentó la corrupción de quienes tenían acceso al dinero. El prelado niega que la Iglesia católica conspirase contra el Gobierno: “Nunca fuimos invitados, ni lo hubiéramos aceptado, a estar presentes en reuniones de índole conspirativa”. El recuento de la crisis de abril del año 2002, agrega, es un capítulo de sus memorias: “Tengo la costumbre de tomar nota de todos aquellos acontecimientos en los que toca participar”. Los ocurridos entonces fueron históricos y todavía no cicatrizan. |