Estado mafioso
El Estado venezolano no ha sido copado por la revolución sino por las mafias. Afirmación no desmentida porque existan bolivarianos, filomarxistas de uña en el rabo, en cargos claves. Allí está el Presidente, cuya presencia testimonia cómo se pueden mezclar militares y zurdos, para producir coroneles leninistas, a los que se les puede coger cría para exhibirlos en el nostálgico circo de las revoluciones imposibles. Sin embargo, debajo de los jefes, de los que aparecen en primer plano y muestran sus galones, existe una estructura mafiosa que es la que ha atrapado el control. Esta estructura es instrumento privilegiado de los bolivarianos de alcurnia, para ejercer, en propiedad, el poder. Lo de Miami no pasaría de ser una anécdota de bribones si no fuera porque es la revelación, hasta para un sector del chavismo, de cómo se bate el cobre y de dónde son los cantantes.
Las mafias
Lo que padece el país en ningún caso es algo que tenga parentesco con una revolución. No ha sido un proceso madurado por sectores sociales progresistas, sino el resultado de una conjura de militares y civiles conspiradores, herederos de la derrota de la lucha armada de los 60. Esta alianza no ha sido ni es portadora de los intereses de clases sociales progresistas, sino de los grupos que intentaron, sangrientamente, el asalto al poder y que aprovecharon la oportunidad que les brindaron unas élites acobardadas y ciegas. No hay, en este bochinche, asaltos al Cuartel Moncada como cuando Fidel arriesgó su propia vida, sino intentos de golpes en los que el pellejo lo arriesgaron los jovencísimos soldados que Chávez mandó a la muerte desde el Museo Militar; no hay Granma ni Sierra Maestra, sino un presidente que se disfraza de guerrillero heroico y cuyo uniforme no tiene una gota de sudor exprimido en el combate, sino el inconfundible aroma de sastrería de lujo. Tampoco hay Bahía Cochinos, sino el espejismo de una invasión del imperio y una mustia respuesta a Colombia, como fue el envío de diez batallones a la frontera, que se quedaron atracados en La Cortada del Guayabo. Ni pensar una crisis como la de los misiles potencialmente nucleares que la Unión Soviética llevó a Cuba, sino en el tristón espectáculo de visitas protocolares de aviones y barcos rusos a Venezuela, más para producirle piquiña a oficiales de tercera categoría del Comando Sur que para representar aquella jugada temible que puso al mundo al borde la guerra nuclear. No hay revolución alguna; no la hubo y ya no la puede haber.
Sin un proyecto de contenido social transformador, lo que se ha producido es la sustitución de unas élites por otras, pero con una característica que a los bolivarianos les ha resultado letal: no han construido instituciones y las que mal que bien había, han sido desmanteladas. El Estado, en estas condiciones, no puede operar, no puede hacer aquellas cosas que le son propias. Es así como han aparecido legiones de facilitadores espontáneos que, a falta de empresarios de tradición vinculados al aparato público (lo cual no es que haya sido saludable, ¡ojo!), lo que han surgido son redes mafiosas que facilitan o trancan el acceso al Estado y por tal función obtienen los contratos, hacen las negociaciones, colocan los papeles, importan y exportan, y les guardan “lo suyo” a los bolivarianos para cuando la necesidad se imponga, en un futuro que se muestra amenazante y cercano.
El melancólico juicio de Miami es la tomografía del sistema creado. Rafael Ramírez no representa ninguna revolución sino exactamente su imposibilidad; no representa lo nuevo, sino lo más siniestro de lo viejo; un personaje que en vez de ser el zar del petróleo, es lastimoso operador de trasiegos y depredaciones de recursos.
La Policía
Un Estado manejado por mafias económicas, financieras y burocráticas, tiene un poder precario alquilado e inestable, que se vuelve oneroso porque no hay nada más inflacionario que la rapiña de los recién llegados: son insaciables. No hay suficiente para mantener un proceso a punta de maletines. En ese instante es cuando aparece el rol de la seguridad del Estado en lo que tiene de parecido con la doctrina de seguridad nacional, que tanto sirvió a la represión en el continente.
El Estado se ha convertido progresivamente en un Estado policial. Ninguna ley se respeta si entra en contradicción con ese diseño. Las grabaciones telefónicas realizadas a la luz del día, sin punición posible aun siendo ilegales, son un poderosísimo instrumento para “marcar” al enemigo. Es una señal -así como las copias de los pasaportes en migración o su anulación como en el caso de Sonntag- para que los disidentes sepan que están en la nueva lista de Chávez. El Estado policial espía, anota, levanta expedientes, forja pruebas y acusa. Se le echa a andar con lentitud, porque es pesado, y le cuesta tomar su velocidad de crucero. Así se mantiene, pero cuando le toca agarrar la bajada, al incrementarse el deterioro, también se acelera su mueca policial. Véase esa circulación obscena entre parlamentarios y policías, de videos y grabaciones; el Estado policial ya ha logrado que parlamentarios y periodistas a su servicio se conviertan en voceros de la Disip y DIM. Nada de periodismo de investigación, nada de la vieja labor reporteril, sólo el esqueleto pavoroso e inflado de periodistas convertidos en sapos, voceando amañados informes de la policía.
El Estado policial no descubre nada, no investiga nada, sólo intenta acumular pruebas para condenar a los enemigos políticos. Es una máquina de forjamiento que ha logrado el milagro de convertir antiguos luchadores de la izquierda en aventajados sapos bolivarianos. Supuestos revolucionarios que claman por cárcel para los adversarios; defensores -eso se creía- de los derechos humanos, salivando de regusto cuando exigen represión.
Los militares
El Estado también se ha militarizado. No es un gobierno militar en el cual la institución armada ejerce el poder (como con Pérez Jiménez) sino militarizado, porque los valores de la peor tradición de las autocracias militares se han impuesto, y los oficiales que han asaltado las posiciones civiles han llevado tales concepciones a sus cargos. En este engranaje se origina el miedo que corre en -y corroe a- la administración pública. Un Estado militarizado, paradójicamente, deja de lado a oficiales institucionalistas que lo son porque saben que su misión no es dirigir al Estado ni ocupar posiciones de gobierno.
Que un sector intelectualmente poco elaborado, sin conocimiento de la historia, sin luchas que los hayan madurado, esté disfrutando del poder como un botín, se entiende; ha ocurrido muchas veces en estos pagos. Sin embargo, que un grupo de militantes de izquierda, con cierta tradición, con alguna sofisticación intelectual, lo haga, evidencia el grado extremo de la pudrición.
Tiempo de palabra
Carlos Blanco
El Universal